martes, 30 de diciembre de 2014

El tiempo esculpe también el mal

Si pudiésemos tirar de todas nuestras líneas dejadas atrás, no habría más embarazados de ansiedad, solamente veríamos hacia el porvenir, con la mejor de las actitudes, sabiendo que hemos completado todas nuestras tareas pasadas y que lo único que queda pendiente es cerrar la próxima historia. Si pudiésemos concluir todo del pasado, solamente quedaría el Yo y su final feliz. Esta ilusión es el deseo llano de los más privilegiados y en conjunto han logrado convertir la vida normal en una banda sin fin diseñada para no mirar atrás, en contra de la realidad consciente. Por eso el escenario típico está cargado hacia delante y lo que vemos a cada vuelta de la esquina es un desbordamiento emocional, una estimulación copada. La música redobla, salta un Aquiles, lanza en mano, se detiene en el aire y cierra el telón. Cierra todo, pero para despertar la intriga, el silencio así solamente promete más placer, la renovación de la excitación. Pero desfigurado el orden fundamental del mundo y su temporalidad-finitud, las obras pierden sustancia, y algo digamos valioso como la relación entre Héctor y Aquiles se desvanece. Una historia llevada al cine, sin reflexión o actitud melancólica, es más cine que historia, una carcasa de valores, es actividad sin contenido. Esto es en cierto modo lo inhumano, que se despliegue aquello fuera del reino de la libertad.

El ángel benjaminiano de la historia enternece por recordar con relativa claridad los problemas de tener los pies sobre un proceso productivo acelerado y forzoso, pensado para que participemos pasivamente de él, sin libertad. Es lo bastante rápido para convertir los castillos de arena en construcciones de agua, agua que se escapa entre las manos sin los instrumentos para modelarla. Las moléculas son estructuras, pero la carga para edificarse en tales condiciones es nula. (¿Cuál será tu hogar?) Si por avance se entiende y se practica sobre todas las cosas el abandono de medidas viejas, tomadas éstas en su momento de forma incompleta y con mucho de ellas aún por probar, entonces, se arremolina el olvido y nos abraza a todos. Así se crea otro infierno sobre la tierra, el despeñadero de los otros, donde cada otro yo es sacrificado obligatoriamente para que la máscara que uno porta pueda seguir corriendo hacia una nueva calidez. Dicha máscara, sin los otros, es un vestigio no reconocido, es esa a la que ya no miramos antes de ponernos y que carece de reflejos para tomar el doble papel.

Todo esto es una obviedad. Las formas vertidas hacia fuera y las vertidas dentro entraron en desequilibrio. Si es cierto que son eternos no pueden anularse al final de los días, pero el dominio prolongado de una parte puede destripar la armonía. Hoy son señores los activos sobre los pasivos, se los distingue por su desprecio a la memoria, por negarse a hacer pasar por el corazón dos veces el mismo tema. Nuestros pasos hacia delante son nuestros actos hacia atrás. Sin la memoria del pasado, el futuro pierde su valor general. El sentido es inherente al ser, pero la dirección que mantiene se reserva sólo para los autómatas que no han descubierto las preguntas. Pero algunos de nosotros, androides mitad organismo, mitad fábrica del mundo, todavía recordamos las preguntas, recordamos las viejas historias y tratamos de empujar sus posibilidades hacia el futuro. Para separarlas de la escoria, buscamos metales y elaboramos herramientas con distintos propósitos.

Cuando menos son dos las intenciones que trabajan para el mañana. Una pretende jubilar las formas pretéritas para recibir la buena nueva. Asume que esta obra futura está ya hecha y que necesariamente sustituye los espacios y maneras de las especies anteriores. Esta inflada de aceptación al cambio. Cualquier cosa que venga será fantástica en su concepto, por eso preparan sus pies, miran atentos las oportunidades de cambio y derrochan los recursos a la mano. Son el viento que corre y peina los bosques, el fuego que consume y entrega claridad, la tierra que se abre y entrega frutos, el agua que se oye, son las herramientas ya dadas para transformar. Esta intención, positiva como todo lo que es, es la de los pioneros, los campeadores, los conquistadores. Su trabajo es conseguir aquello agotado o reemplazar lo podrido.

La otra intención es la que llama a revisión. Su trabajo convoca distintas miradas, las precisa, pero la mayor parte de las vueltas que da las hace en solitario. Por eso es una intención cansina. Recibe poco, y así es mejor para su carácter. Se trata de una especie de intención que captura tópicos del entorno y trata de hacerlos trabajar en distintas condiciones. Procesa la mucha información que ocurre en los espacios pequeños, mira entre líneas, debajo de las piedras encuentra emociones suficientes. Su observación majestuosa no le demanda a su portador expandirse a sus anchas por el globo. Es tan poco su movimiento exterior que no parece mirar el frente. Son seres de reflexión, es decir, un juego de espejos, no necesariamente eruditos, no necesariamente memoriosos, pero siempre atentos a objetos en cierta clase de repetición, sometiéndolos a prueba para extraer su clave oculta. Sin estas intenciones, las obras del porvenir, las buenas nuevas, no podrían adquirir mayor complejidad, esa otra fuerza en las cosas para resistir las vicisitudes del camino.

Las dos figuras de humane son imperfectas y no deben existir sin la otra. Las intenciones observadoras o de bilis negra se corrompen con facilidad. Necesitan entornos que no estén saturados para producir, y si están sometidos a la reproducción general de la extroversión y la carrera contra el tiempo se aturden y se obligan a traicionarse a sí mismos. También, si se les entroniza, puede forzar a los demás a dar giros sobre un misterio sin solución posible y hacer de los cuestionamientos afrentas dignas de castigo severo. El Evangelio, por ejemplo, podría ocasionar, otra vez, atrocidades sin nombre. Las intencionalidades brillantes, impulsivas y actualmente dominantes son pésimas conservadoras de memoria y orden, entonces si tienen la necesidad de someterse, dado que no pueden concebir su destino mitigado sin ser la llama divina, forzarán a sus amos a ser crueles y poco racionales, a cerrar las negociaciones y a quebrar los pocos acuerdos alcanzados. En el poder, las intenciones de poco pasado son perfectas locomotoras, que atropellarán sin sentir la pena ni las consecuencias de sus actos sobre los demás. La crueldad parece su estrella.

Se comprende perfecto el anhelo de los privilegiados del presente de eliminar el tiempo e instaurar la eternidad en la tierra. Si hubiese un tiempo infinito, los melancólicos podrían promover sus discusiones en todos los espacios y develar a los activos cada diferencia pasada por alto. Pero el paso de los hechos es material, y los pasados se tienen que desechar parcialmente, mientras los atisbos de futuro se tienen que tomar igualmente de modo parcial. De modo que la selección de unos se confrontará necesariamente ante la selección de otros. Así que no habrá fin de la historia mientras el lenguaje incluya en sus solos enunciados su propia réplica.

Por esto, la violencia también puede ser un ejercicio de libertad. Las pautas para dejarla de lado (si tal cosa puede acaso hacerse según grado), son condiciones no garantizadas, mientras en ciertos procesos -con la bastante claridad desarrollada- son condiciones no deseables.

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